Por: + HÉCTOR CUBILLOS PEÑA, Obispo de Zipaquirá
¿Nos estamos alejando o acercando a la verdadera celebración de la Navidad cristiana; ¿o, por el contrario, tal vez sin darnos cuenta, pero deslumbrados por la celebración humana, perdiendo el verdadero significado del acontecimiento que dio origen a esta bella celebración y tiempo de preparación como lo es el Adviento? En verdad que hay una fuerte y muy atractiva tendencia a despojar de la Navidad todo aquello que manifieste y venere el acontecimiento del nacimiento del Hijo de Dios con sus efectos y consecuencias de luz, amor y vida hechos presentes para el bien de toda la humanidad.
En la oración propia de la Iglesia que se llama el Oficio divino y que hacemos sacerdotes, religiosos y laicos, llamada Laudes, al momento del comienzo del nuevo día, en una petición que encontramos el lunes de la primera semana del Adviento, concretamente el pasado 4 de diciembre elevábamos al Señor esta oración que nos presenta con claridad qué es lo que celebramos el 24 y 25 próximos y su preparación previa. Decía así:
“Prepara Señor, en nuestros corazones un camino para tu Palabra que ha de venir; así, tu gloria se manifestará al mundo por medio de nosotros”.
La oración se inicia con el llamado a Dios que se le nombra como “Señor”. Iniciamos la súplica reconociendo a Dios como “nuestro” Señor mío y de todos. Señor todopoderoso, salvador, sabio, creador y, en definitiva, Padre nuestro. Invocación llena de fe, de amor, de esperanza, de certeza de lo que es Dios para el mundo según lo que nos manifestó Jesús. Nunca podremos olvidar o descuidar que somos hijos para Dios.
En seguida, le hacemos la súplica “…prepara en nuestros corazones un camino para tu Palabra que ha de venir;…”, petición que nos recuerda el llamado de San Juan Bautista y los profetas del Antiguo Testamento.
Nuestro Padre es el que puede preparar el camino en nosotros, en cada corazón; pues es único es el único que hace posible la conversión la limpieza de nuestro ser y las disposiciones de escucha al Señor; en definitiva, es quien puede hacer realidad lo nuevo, bello y puro que hemos de tener, disfrutar y hacer realidad acogiendo el llamado al arrepentimiento, al reconocimiento de nuestra fragilidad, indignidad, sordera y ceguera que hay en la humanidad desde Adán y Eva. Esta súplica es la única manera para descubrir y reconocer la maravillosa acción de salvación en la Navidad. Quien no se arrepiente y busca prepararse, no puede descubrir al Dios Salvador hecho hombre. Las cuatro semanas anteriores son para preparar el camino de nuestro interior para que pueda pasar por él el Hijo de Dios.
El niño Dios como le decimos, es Palabra de Dios; palabra porque toda palabra dice algo, entrega algo e invita a algo. Jesús en el Evangelio de San Juan es llamado palabra por esta razón: el recién nacido de Belén es la presencia misma de Dios; es la explosión de luz, amor y vida divinas que dio claridad y calor esa noche de su nacimiento. Quien no deja que Dios prepare su corazón, no se arrepiente; y quien no se arrepiente permanece ciego en la oscuridad.
Esa Palabra de Dios, que habló en Belén y luego a lo largo de toda la vida de Jesús en esta tierra hasta su subida al cielo, fue prometida por Dios, cumplida en la Navidad y por eso es lo que celebramos nosotros; sin embargo, como lo cree y anuncia la Iglesia porque el mismo Jesús lo enseñó, esa Palabra divina volverá al fin del mundo para llevar a la perfección la obra de Dios; aún somos peregrinos, aún el cielo perfecto y eterno no nos ha llegado. Vigilamos, esperamos esperando y esperamos vigilando.
Como dice la oración, la Palabra ha de venir en el futuro. Ya vino y viene en cada momento en el que cada uno, cada comunidad cristiana, la Iglesia entera y la humanidad acoge los resplandores divinos en la historia.
La oración continúa invocando: “…así, tu gloria se manifestará al mundo por medio de nosotros”. Las luces y los cantos de la noche de Belén brillaron en medio del cielo esa noche; pero, continuaron brillando en la persona, palabras y acciones de Jesús hasta su muerte en la cruz por cuanto la gloria divina es ante todo su palabra de verdad, su amor entregado hasta la muerte y la vida que triunfa sobre la muerte a partir de la resurrección. Cristo nos manifiesta su gloria y nos la participa. Esto fue lo que Él mismo entregó a sus discípulos; sin embargo, al desaparecer Jesús físicamente por la ascensión, quedamos sus discípulos encargados de hacer brillar esa gloria para los demás. Es a través nuestro, de cada uno y de todos juntos, como la luz y el amor navideño continúan en el mundo. Jesús mismo nos lo dijo: “Vosotros sois la luz del mundo…” (Mt 5,14) y nos encargó: “Brille así vuestra luz para que todos los hombres la vean y glorifiquen al Padre del Cielo” (Mt 5,16). Esta es sin duda alguna una misión maravillosa y de gran responsabilidad. La gloria de Dios llegará a los que “andan en sombras de muerte” a través de nosotros. El tiempo del Adviento es para que el Señor nos quite toda oscuridad y maldad; y la Navidad, por su parte, es para dejarnos envolver y penetrar por la gloria de Jesús, Palabra; y la continuidad de esa gloria ha de permanecer a lo largo de toda la vida para iluminar a los demás.
El Papa Francisco nos recuerda que hemos de buscar que el brillo de la gloria de Dios ha de ser irradiado por todos juntos, en sinodalidad, pero no somos simples fósforos encendidos por separado, sino grandísimas antorchas de luz y calor para los demás.
Esta oración que hemos atendido será una guía para no perder nunca lo que debe ser la celebración de la Navidad. Solo así, los deseos de paz, amor y felicidad serán posibles en nosotros y en los demás por nuestro testimonio y entrega.
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